martes, 16 de septiembre de 2014

El dilema

Qué duro debe de ser para él aceptar que hay cosas que salen mal, a pesar del tesón (la cabezonería, incluso) que le ha dedicado estos años y ahora todo se desmorona. Es duro aprender a estas alturas que a veces hay que dar un paso atrás a cambio de un futuro mejor, que nuestro propio convencimiento no tiene por qué ser compartido por los demás. Que a veces hay que cambiar de opinión. Rectificar, arrepentirse, zanjar el asunto, pasar página... como quieras llamarlo.

Qué fuerte sería sufrir la violencia estructural que obliga a los ministros a dimitir. ¿Cómo llega un hombre a su plena realización si no es a través del poder, don Alberto? Es casi contranatura que todo este proyecto no culmine con un feliz parto, dirá él.

Qué tristeza sentirse como una mujer desprotegida sin un dogma al que aferrarse. ¿Y ahora? Ahora deberá pasar por dos exámenes psiquiátricos para que los médicos le autoricen a dimitir, porque quizás no ha madurado su decisión, ya sabemos que a veces la gente toma decisiones impulsivas y equivocadas.

Con lo bonito que ha sido colgarse la etiqueta de provida todo este tiempo. Provida, qué palabra. Nadie puede estar en contra de eso. Quienes son tus enemigos ¿los promuerte? ¿los antivida? ¿los ebolistas?

Y qué bonito que la Justicia tenga vida propia y haya que defenderla por encima de su decisión personal. Qué dilema.

miércoles, 20 de agosto de 2014

Negativos

Últimamente he descubierto un par de programas de televisión donde un psicólogo hitleriano obliga/tortura/extorsiona a gente para ayudarles a que se deshagan de las cantidades insanas de objetos que acumulan en sus casas. Lo que más me sorpendió de los protagonistas de cada programa (llamémoslos “los acumuladores”) es que no necesariamente eran personas desordenadas: algunos tenían perfectamente organizados y etiquetados todos esos objetos innecesarios y guardaban cientos de botones, destornilladores, tacitas de café o suplementos dominicales con muchísimo mimo aunque las estanterías les taparan literalmente la luz de las ventanas.

Desde entonces he estado buscando tiempo libre para tirar a la basura esos objetos-mierda que guardo perfectamente organizados, porque todo lo que tengo de limpia lo tengo de pedrada. De entrada se me ocurrió descargarme de Internet las películas que grabé en cintas de VHS. Si te soy sincera, resulta que muchas de esas pelis ahora mismo me importan poco tirando a nada, pero he llegado a la conclusión de que tener muchas carpetas perfectamente ordenadas con cosas que no necesito no es un problema cuando las carpetas no son de papel sino de gigabytes.

Dejé al torrent flipando con mis nuevos gustos noventeros y me lancé al abismo de las latas de galletas de mantequilla con fotos de mi infancia y adolescencia. Dudo mucho que esas fotos merezcan lo bien que las conservo. Algunas de ellas tienen poder suficiente para hundir mi imagen pública si algún día llego a tener imagen pública. Y en el fondo de la lata de fotos, un inmenso sobre rojo con algo cuya existencia había olvidado por completo: los negativos de las fotos. Me imagino a mí misma yendo en unos años a un fotoestudio a sacar copias de las fotos de mi excursión al Ocean Park con el cole y me entra la risa, así que decido tirarlos. Bah, me guardo uno, porque seguro que los niños de ahora no me creerán cuando les diga que las fotos tenían una especie de embrión donde los colores salen a la inversa y todos tenemos un aspecto supersiniestro en medio de montañas rojas.

Los acumuladores de la tele acaban deshaciéndose del 75% de sus posesiones pero yo me vuelvo conservadora y decido tirar solamente un altavoz de minicadena Akai que creo que tiene un cassette dentro y no puedo sacar, un bolso y dos camisetas, un libro de Lucía Extebarría y un disco de Hevia de cuando la gaita electrónica lo estaba petando. El resto de cintas de VHS, libros, cassettes, revistas, aparatos electrónicos, ropa, zapatos, cajas y papeles siguen tirados por el suelo de la habitación y empiezo a sospechar que nunca los voy a tirar. Y en un inesperado giro de los acontecimientos, dejo la tarea a medio y  decido retomar el blog. ¿Por qué? Pues porque este blog cumple la misma función, acumular las cosas que no quiero que se me olviden. La de hoy sí se me puede olvidar, pero bueno, ya iré acumulando por aquí otras cosas, a riesgo de que en un par de años estas historias me parezcan tan obsoletas y ridículas como la gaita electrónica y los cursos de informática en disquetes.

Si hacen un programa con un psicólogo que te ayude a ordenar el disco duro, avísenme.

domingo, 20 de abril de 2014

Domingo de resurrección en Macondo

Han pasado ya tres días y Gabo no ha resucitado, qué cosa más rara. Seguramente no puede resucitar porque eso conllevaría estar muerto, cuando en realidad está sentado bajo el árbol del patio de la casa de Macondo, hablando con el Coronel y con otros seres (vivos y muertos, como si eso importara).

Yo a este señor lo quería mucho, no lo voy a negar. Quizás porque también pasé mi infancia en el patio de la casa de mis abuelos, mientras mi abuelo contaba historias de la guerra (más prosaicas y tristes, para qué vamos a engañarnos) y mi abuela narraba mil batallas más cotidianas mientras molía café. Y tenían una colección de bacinillas, que es una cosa que en Cien años de soledad te explican en una nota al pie, pero que muchos canarios hemos visto debajo de la cama de nuestros abuelos.

Cualquier persona que haya dedicado un par de tardes a hablar con sus abuelos sabe que los términos de realidad y ficción se diluyen con frecuencia, tanto que una ya no sabe si lo que recuerda sucedió o no. Mi abuela contaba historias de cuando mi abuelo marchó a la guerra, sin ideología ni ganas, y las contaba con tantas variaciones que a estas alturas seguimos discutiendo si los animales que tenía en aquella época eran una cabra, un burro y dos cerdos, o dos cabras, un burro y un cerdo. Hay una cierta unanimidad familiar en que seguro que no eran dos burros, que eso no tendría sentido... Ya se sabe que en todo realismo mágico se pueden decir cosas inverosímiles dentro de los límites de lo real. 

Decía García Márquez que al leer por primera vez a Kafka pensó "este señor cuenta las mismas cosas que mi abuela pero en alemán", y creo que una de las mayores lecciones que nos enseñó es que no hay que menospreciar jamás la magia que hay en nuestra cotidianidad, que las historias familiares siempre son una fuente de sabiduría y que uno se muere cuando termina de tejerse su propia mortaja. No me parece tan valioso leerse todo su legado sino quedarse con esa lección: quitarle a nuestra vida la capa de rutina y dejar que reluzca la poesía que hay debajo.

Hasta siempre, Gabo, cuídame a la familia. 

domingo, 6 de abril de 2014

Cómo me puedo haber encontrado con vuestro padre (y no lo he reconocido porque no lleva un paraguas llamativo)

A mí me hubiese gustado que Ted Mosby cumpliera mi sueño. Es un sueño inviable en la vida real, aunque quizás sea posible en un futuro cercano como el de Her, un futuro en el que la tecnología controlará nuestras relaciones sociales y llevaremos pantalones a la altura del esófago. 

Parto de la base de que los guionistas de Cómo conocí a vuestra madre no son Dostoievski, pero les tenía dicho que tenían una gran idea entre manos y no quisieron escucharme. En las buenas obras de suspense, el asesino está ahí desde el principio y no nos damos cuenta, cambiamos varias veces de sospechoso y, finalmente, cuando el conflicto se ha resuelto, nos culpamos por no haberlo visto antes. Puede que incluso volvamos a ver la película (o releer el libro) mientras nos gritamos una y otra vez "¡si es que estaba claro!". Hablando de obras de ficción en general, existe un recurso teatral conocido como deus ex machina, consistente en que "una grúa (machina) introduce una deidad (deus) proveniente de fuera del escenario para resolver una situación". (Lo entrecomillo por deformación profesional, pero en realidad lo he sacado de Wikipedia, como los trabajos que entregábamos en el instituto copiados de la Encarta. Continúo). "Actualmente es utilizada para referirse a un elemento externo que resuelve una historia sin seguir su lógica interna." O lo que es lo mismo, contratar a la supuesta madre para que solo aparezca en la última temporada es solucionar el conflicto con una aparición estelar de Zeus en el último momento. Lo que me gustaría es volver a ver las primeras temporadas, aquellas que tenían gracia, y ver a "la madre" (¿tiene nombre?) tomando algo en el bar y cruzándose una y otra vez con Ted por la calle.

A mí me encantaría que existiera una copia grabada de todos los capítulos de mi vida, más que nada para volver a ver las anteriores temporadas y darme cuenta de que ese señor que se me coló en la cola del supermercado quizás años después fue mi profesor favorito de la carrera; o quizás aquella niña con la que me peleé por un caramelo en la cabalgata de Reyes de 1993 es ahora una de mis peores enemigas y me sigue robando caramelos. Seguro que en algún concierto me he llevado algún pisotón de alguien que años después acabó siendo mi amigo. Es un poco difícil de llevar a la práctica en la realidad (además de ilegal y seguramente inmoral), a menos que vivas en Corea del Norte. 

Sigo a la espera de que la tecnología haga posible volver a ver una escena del pasado y reparar en los detalles que se nos escaparon. Será cuestión de preguntarle a Dumbledore -creo que él tenía algún trasto que servía para eso-, o de que Kim Jong-un siga llevando a la práctica las profecías de Orwell en 1984 y nos instalen un buen sistema de videovigilancia. Mientras tanto seguiremos sin saber si ya nos hemos sentado en la mesa contigua a la del amor de nuestra vida. Wait for it.

domingo, 30 de marzo de 2014

De lo vintage y lo viejuno

Me he cansado y he quitado por fin la alfombra exmorada y exbonita que había en el pasillo de mi casa. No la había quitado antes para no dejar sin hogar a esa extraña arenilla de color mostaza que vivía en ella. Por eso y porque estaba atornillada al suelo, que supongo que sería una costumbre de la época en que la alfombra era joven y bella. La defenestración de la alfombra (no la he tirado por la ventana, ya quisiera yo; la guardo envuelta en bolsas de basura como si fuera un cadáver del que no sé cómo deshacerme sin alertar al FBI) forma parte de una campaña de modernización de la decoración del piso en el que vivo, seguramente una de las cosas más estériles que he hecho después de apuntarme en clases de guitarra o comprarme un disco duro externo para tener todo más ordenado. 

Los que presumen de malasañismo ilustrado siempre viven en un-piso-muy-luminoso, pequeño-pero-coqueto, que en realidad son casas que se caen un poco a cachos, que combinan muebles baratos (mención especial del jurado a esa lámpara de pie de Ikea que parece una crisálida de mariposa) con algún trasto descolorido y renqueante que siempre puedes decir que compraste en un mercadillo. La guinda hipster es tener un balcón lleno de plantas donde guardas la bici (es importante que en una de las macetas haya uno de esos farolillos de papel con los colores del arco iris; así se distingue desde la calle tu actitud ante la vida).

Pero si en tu piso hubiera muebles de formica y algún objeto de ese color verde-taburete-octogenario-rural-español, ya no puedes acogerte a la etiqueta vintage y solo puedes decir que eres kitsch, que es como decir que eres viejuno pero queriendo. Para solucionarlo, lo único que puedes hacer es empeorar la situación: añade alguna cortina de ganchillo y alguna figura fea (también se acepta el lo compré en un mercadillo, mejor aun si es un mercadillo de Londres, y mejor aun si es Camden) y ya tienes tu maravilloso piso feo-porque-quiero.

Mi teoría es que cuando tienes una casa viejuna y la mantienes relativamente limpia y ordenada, nunca tendrás la casa bohemia e instagramera que crees tener, sino un piso de abuela donde has puesto un par de posters y un router. La clave está en tenerlo todo lleno de colillas, ropa usada y libros abiertos, alguna botella vacía y una guitarra en el suelo, como si compartieras piso con Annie Hall y Janis Joplin y fueras tan intelectual que no puedes permitirte poner la lavadora. El problema es que si me decido por esta última opción quizás muera joven, soportando la triste ironía de que mi vida fuera mucho más corta que la de mi silla de formica.  

martes, 25 de marzo de 2014

Haters

Qué equivocada estaba... Resulta que estaba siendo comedida en mi blog, procurando no herir sensibilidades y manejando esa frágil pompa de jabón que es lo políticamente correcto, cuando en realidad los lectores más fieles son aquellos que esperan con ansia cada una de tus palabras para seguir forjando su odio eterno. No hay mayor bendición para tu orgullo y vanidad que el haber sido maldecido en el ciberespacio (soy consciente de mis límites, no voy a eclipsar la carrera de gente que se lo curra día a día, pero no me quedo tranquila si no lo intento). Hoy quiero llegar a esos miles de lectores que no me leen porque soy una tía conciliadora.

Por eso hoy quiero dedicar este post a la gente que huele fatal, a los que dicen que Neruda es su poeta favorito, a los testigos de Jehová que tocan casi a diario en mi puerta, a los sindicalistas con una cuenta en Suiza, a los que ya no dicen panadería sino boutique del pan, a la gente que dice que el bachillerato de letras es "el fácil", a Francisco Marhuenda por ser como es, a la gente frustrada que odia que los demás tengan iniciativa propia, a los fabricantes de queso, a los que comienzan las frases con un "no me gusta generalizar pero...", a la gente que le pone una -s final a la segunda persona singular del pretérito perfecto simple, a la gente que pregunta por qué no tienes novio, a los que desprecian cuanto ignoran, a los que roban versos a Machado sin citarlo, a los que dicen que no ven cine español porque solo habla de la guerra, a los que ya saben usar el SPSS porque de ellos será el reino de los cielos, a la misoginia que desprenden tantas religiones, a la gente que tiene un problema para cada solución, a los compañeros de clase que le preguntan al compañero y al final ninguno de los dos escucha al profe, a los que critican a los vegetarianos porque nada sustituye a la proteína de la carne y luego solo comen basura, a los cobardes, a los imbéciles que se sienten orgullosos de serlo, a los que no devuelven los libros prestados, a los que ocupan los aparcamientos de minusválidos, a los que le parece mal que el diccionario contenga las palabras toballa y setiembre, a los ricos que despilfarran el dinero en horteradas, a los antidisturbios que crean disturbios, a los que van de artistas y no entienden de nada, a los taxistas que te llevan por el camino largo, a los amigos traidores y egoístas, a los que siguen diciendo que las mayúsculas no se acentúan y a los que hacen chistes con el 23F.

A todos ellos, mis nuevos haters, sean bien recibidos.

domingo, 16 de marzo de 2014

Last call for passengers

Siempre me ha hecho gracia la expresión vivir a caballo, porque dicho así parece que vas a lomos de un caballo, con una manta sobre los hombros, y que tu vida se reparte entre el tiempo que pasas en la ciudad A, la ciudad B y las horas con el caballo. Normalmente se la aplicamos a cosas menos caballibles, como muy de supermodelo que vive entre París y Nueva York, se maquilla sin espejo en el asiento de atrás del taxi y confiesa que solo viaja con una buena crema desmaquillante y el cargador del iPhone. Si vives en Fuenlabrada  y recorres todos los días 180 kilómetros para ir a trabajar a Tomelloso, sería muy vanidoso usar esa expresión y simplemente dirías que te pasas la vida del tingo al tango.

En mi caso no sé si vivo a caballo, si compagino mi amor por tingo y por tango, o es que tengo una vida muy complicada, un director de tesis en cada puerto y un conflicto interno entre la nostalgia y la independencia.  Mi sueño sería poder recorrer el camino entre mis dos casas en coche, tener el maletero siempre cargado de ropa y libros e ir conduciendo de un lado a otro. ¿Ventajas? Seguramente ninguna, el camino sería mucho más largo y agotador, no sé si me saldría rentable el gasto en gasolina y me perdería el ritual de poner los "recipientes conteniendo líquidos" en una bandeja en el aeropuerto. Me perdería el uso del gerundio en la megafonía aeroportuaria, que es una de las cosas que más risas me despierta en la vida, junto al camarero del Starbucks del aeropuerto ("this is tea... se lo puede tomar que de eso no se va a morir") y a las azafatas que te dicen "señores pasajeros, bienvenidos a Gran Canaria" aunque hayan venido en el mismo avión que tú todo el rato. 

La ventaja que le encuentro yo a recorrer distancias en coche, o en caballo, es ser consciente del camino andado. Quieras que no, tardas un rato en llegar (a una isla ni te cuento) y te vas haciendo a la idea de te estás alejando de un sitio y acercando al otro. En avión puedo llegar físicamente en dos horas y media pero mi mente viene en un caballo lento y viejo que llega cuatro días más tarde. Por eso me cuesta llegar y me cuesta irme y al mismo tiempo siempre estoy a gusto donde estoy y odio hacer las maletas. Si de verdad viviera a caballo quizás podría lograr que mi cuerpo y mi mente llegaran al mismo tiempo, cansados del camino, notando como se desprende la nostalgia a medida que aumentan las ganas de llegar. Entiéndase que por cuerpo me refiero a todo el cuerpo salvo el inmenso pedazo de corazón que dejo atrás.

Cómo habría sido Campos de Castilla si en lugar de olmos y robles Machado hubiera tenido que separar los recipientes conteniendo líquidos y los dispositivos electrónicos...




(A dos besos en septiembre, dos futuros que vendrán)

domingo, 9 de marzo de 2014

Optimismo patológico: la vida en tiempos del Candy Crush

No recuerdo donde leí, vi o escuché hace no mucho tiempo una metáfora que ejemplificaba la reacción de una persona optimista y otra pesimista ante la misma situación. Imagínate una oficina de un banco, con sus ventanillas, sus mesas, su cinta amarilla descolorida en el suelo para que esperes tu turno detrás de ella y sus carteles con eufemismos donde a mayor tamaño de letra, mayor encubrimiento de la realidad. Entonces entra un atracador (de los de las pelis, con pasamontañas negro y pistola en alto), grita ¡esto es un atraco, mecagüentó! y dispara una vez para asustar al personal. Esa única bala disparada pasa rozando junto al brazo izquierdo de una persona y solo le causa una leve herida. Pues bien, decía el señor o señora que contaba esto (aviso de que no estoy siendo muy literal al citarlo) que una persona pesimista centraría sus pensamientos en torno a la idea de “qué mala suerte he tenido, que con toda la gente que había en el banco, me ha tenido que tocar a mí”, mientras que un optimista entendería sin proponérselo que “por un par de centímetros pudo haberme matado, pero por suerte la bala pasó rozando y solo tengo una pequeña herida”. Este ejemplo (estoy empezando a recordar que quizás fuera de Elsa Punset...) se ha quedado grabado en mi mente y me parece que ejemplifica bastante bien esos dos polos en la comprensión del mundo que son el optimismo y el pesimismo. 

A mí lo que me pasa es que tengo un optimismo patológico que me vino incorporado de serie al nacer pero con el que a veces me peleo. Digo yo que no solo hay vasos medio llenos y medio vacíos, sino que hay muchas personas con un vaso medio lleno que no tienen sed, o que creen que merecerían tener un vaso más grande, o que tienen sed pero se han obsesionado con no gastar más agua; y otros con el vaso medio vacío que están muy a gustito porque tampoco necesitan más agua, si lo que les gusta es la coca cola, o que les parece que solo tienen medio vaso pero peor está el de al lado que encima tiene el vaso sucio. Con esta cristalería metafórica quiero referirme a la gente que oigo decir a diario “yo es que soy muy pesimista” y luego los veo yo tan ricamente afrontando todo porque tienen más asumido que yo que lo malo también forma parte de la vida. 

Considero que mi optimismo es patológico porque tiendo a pensar que la vida es maravillosa y que cada bala que pasa rozando, cada vaso sucio, o cada cielo nublado nos restan un poquito de felicidad. Por decirlo de otra manera, me molesta enormemente que la realidad me estropee mi visión vasollenística del mundo. Si tengo gripe, siento que me han robado un par de días que podían haber sido estupendos y que nunca volverán. Ahí envidio al que decidió salir a la calle con los clínex en la mano y quejándose de tanto moco pero que hizo algo por tener un buen día.

Que digo yo que lo mismo la vida está llena de caramelos, bombones y gominolas y a veces el chocolate es el que no nos deja disfrutar de los dulces. Que habrá que aceptar que el reloj y las trampas forman parte del juego y lo hacen más divertido, que sin ellos estaríamos rodeados de golosinas aburridas (con las bombas no se me ocurren ejemplos tan aplicables a la vida real. La niña me parece muy repelente pero para lo poco que sale tampoco nos impide disfrutar del juego, y como ella hay mucha gente). Que a los amigos se les puede pedir una vida o ayuda para pasar a la siguiente fase. Que el chicle puede estar bueno pero tampoco hay que dejar que nos atasque mucho tiempo. Que lo mismo nos estamos agobiando con tanto azúcar y las balas solo nos pasan rozando.