domingo, 20 de abril de 2014

Domingo de resurrección en Macondo

Han pasado ya tres días y Gabo no ha resucitado, qué cosa más rara. Seguramente no puede resucitar porque eso conllevaría estar muerto, cuando en realidad está sentado bajo el árbol del patio de la casa de Macondo, hablando con el Coronel y con otros seres (vivos y muertos, como si eso importara).

Yo a este señor lo quería mucho, no lo voy a negar. Quizás porque también pasé mi infancia en el patio de la casa de mis abuelos, mientras mi abuelo contaba historias de la guerra (más prosaicas y tristes, para qué vamos a engañarnos) y mi abuela narraba mil batallas más cotidianas mientras molía café. Y tenían una colección de bacinillas, que es una cosa que en Cien años de soledad te explican en una nota al pie, pero que muchos canarios hemos visto debajo de la cama de nuestros abuelos.

Cualquier persona que haya dedicado un par de tardes a hablar con sus abuelos sabe que los términos de realidad y ficción se diluyen con frecuencia, tanto que una ya no sabe si lo que recuerda sucedió o no. Mi abuela contaba historias de cuando mi abuelo marchó a la guerra, sin ideología ni ganas, y las contaba con tantas variaciones que a estas alturas seguimos discutiendo si los animales que tenía en aquella época eran una cabra, un burro y dos cerdos, o dos cabras, un burro y un cerdo. Hay una cierta unanimidad familiar en que seguro que no eran dos burros, que eso no tendría sentido... Ya se sabe que en todo realismo mágico se pueden decir cosas inverosímiles dentro de los límites de lo real. 

Decía García Márquez que al leer por primera vez a Kafka pensó "este señor cuenta las mismas cosas que mi abuela pero en alemán", y creo que una de las mayores lecciones que nos enseñó es que no hay que menospreciar jamás la magia que hay en nuestra cotidianidad, que las historias familiares siempre son una fuente de sabiduría y que uno se muere cuando termina de tejerse su propia mortaja. No me parece tan valioso leerse todo su legado sino quedarse con esa lección: quitarle a nuestra vida la capa de rutina y dejar que reluzca la poesía que hay debajo.

Hasta siempre, Gabo, cuídame a la familia. 

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